Como adolescente embarazada, me sentía como un fracaso. Pero después me di cuenta que el fracaso nunca fue opción.
Por Akilah Harper para The Washington Post
Julio 17
Traducido por Ana Correa para Defensores De La Vida
Estaba ahí, en la mesa de operaciones de un hospital de Atlanta, hace casi una década, mirando cómo mi doctor me abría y sacaba dos resbalosas bolas de fuego de mi abdomen.
No podía describir las emociones que me inundaron la primera vez que mi hija y yo hicimos contacto visual. Sólo supe que debía protegerla. Mi hijo llegó 60 segundos después y supe que también a él lo cuidaría. Quería darles a mis bebés el mundo –un mundo que muchos pensaban que no podía ofrecerles por mi edad. Yo no sabía si podría, pero en ese momento dejé de verme como un fracaso.
Era una madre.
A los 17, se suponía que debía estar tomando exámenes, no una prueba de embarazo, pero nueve meses antes, estaba ahí, orinando sobre una en el sótano de mi mamá, con las manos temblando tanto que pensaba que me iba a orinar en ellas.
Mi novio esperaba afuera pacientemente. Después de lo que pareció una eternidad, salí con la prueba en la mano y dos pequeñas y pálidas líneas rosas diciéndome que ahora era una estadística más.
Dejé la prueba en sus manos y caí al piso.
“Todo va a estar bien”, me dijo mi novio, “Yo no me iré a ningún lado”
Su apoyo me ayudó a deshacerme de algunos de mis miedos, pero no le dije a mi mamá inmediatamente. No podía. Mi vergüenza sólo podía hacerse más grande con su decepción.
Ella sólo tenía 40. Ser abuela no estaba en su radar. Tenía miedo de que me viera como un completo fracaso.
Escondimos el embarazo por dos meses, hasta que vimos a un doctor en una clínica gratuita cerca de mi preparatoria. Otra prueba confirmó mi embarazo, dejando atrás mi última esperanza de un falso positivo, u otra explicación misteriosa. La enfermera nos ofreció un ultrasonido; no le veía el caso, pero accedí. Mientras yacía sobre la mesa, pensaba en todas las cosas que no podría hacer, los lugares a los que no iría, y los sueños que no cumpliría.
Cuando sentí el frío en el estómago, temblé. Olía raro, y se sentía resbaloso. No quise mirar la pantalla y miraba a la técnica.
“Hay dos latidos”,dijo, con una gran sonrisa
“¿Qué significa eso?”
“Vas a tener gemelos”
Sentí que todo mi cuerpo se descomponía, de órgano en órgano. No sabía cómo podría criar un niño, mucho menos dos, cuando yo misma no había terminado de crecer. Mi novio me tomó de la mano para asegurarme que todo estaría bien, pero nada de lo que me decía podía hacer que estuviera bien en ese momento. Yo era, y no él, la que tendría que lidiar con las personas que ocupaban mi útero de 17 años y que me hacían indigna de un brillante futuro.
“Dios me odia”, me repetía a mí misma mientras trataba de recuperar la respiración. Mi vida se había terminado.
Finalmente volteé hacia la pantalla. Dos pequeños saquitos, uno un poco más grande que el otro. Eran míos; estas pequeñas cositas creciendo en mi vientre, que no sabían quienes eran aún. Teníamos eso en común; yo tampoco sabía quien era aún, sólo sabía que era su madre.
Finalmente noté que mi novio me apretaba la mano, y supimos que sobreviviríamos. Sólo no sabía cómo.
Ese fin de semana junté el valor de decirle a mi mamá. Ella lloró y me estrechó con un abrazo fuerte y dijo las palabras que me sostienen hasta el día de hoy.
“No se por qué pasó esto, pero vamos a salir adelante,” dijo “Así que ¿tendremos unos bebés?”
Sonreí y asentí con mi cabeza con los ojos llenos de lágrimas.
Conforme mi vientre crecía, fue más difícil todo. No cabía en los pupitres de la escuela y tenía que usar una silla y una mesa.
La gente me miraba y susurraba, cada vez que tenía que levantarme de clase para ir al baño, sentía los ojos de mis compañeros en mi espalda. A veces oía murmuraciones de que yo no conocía al padre, a pesar de que mi novio y yo íbamos en la misma escuela. Me sentía la burla de todos, pero cada día caminaba por esos pasillos con la cabeza en alto.
Durante mi segundo trimestre y mi último año de preparatoria, mi doctor me dijo que tenía que tener reposo absoluto, por lo que tuve que terminar el semestre en línea en una escuela alternativa, y por lo tanto, postergar mi graduación y consecuentemente la universidad ---un sueño que yo estaba decidida a cumplir aún con bebés. Tuve que negociar con mi tutor para asistir a la escuela medio tiempo y poder terminar la escuela a tiempo. Gracias a Dios mi doctor lo aceptó.
En público, la gente bromeaba y decía que iba a tener triates por lo grande de mi vientre. “Wow, tienes una gran carga ahí dentro”, decían. O, mi favorita, “¿Cuántos años tienes, bebé?” mientras miraban mi vientre. Yo sentía que al verme veían malas decisiones y en casa no podía dejar de mirar las estrías en mi cuerpo.
Aún así, con 81/2 semanas de embarazo de gemelos, me gradué de preparatoria y mi novio gritó con orgullo cuando dijeron mi nombre.
Me inscribí en la universidad comunitaria y después me transferí a la Universidad Estatal de Georgia para el siguiente año, después de subir mi promedio lo suficiente para aspirar a una beca. Cuando no estaba en clase, trabajaba como cajera en Home Depot. Mi novio y yo pasamos mucho tiempo cuidando de los bebés en el estacionamiento, y balanceando la paternidad con nuestra educación y trabajos. Yo me dediqué a la lactancia y la alimentación de papillas, como si mi apellido fuera Gerber.
El fracaso no era opción. No con ese para de ojos cafés mirándome todos los días y dándome el valor de seguir adelante. Ellos me hacían ignorar los estereotipos que la sociedad me imponía, y la ansiedad que me consumía durante mi embarazo como madre adolescente.
Yo sabía que estaríamos bien.
Akilah Harper, de 27, obtuvo su título universitario en comunicaciones en 2015. Vive en Atlanta con su aún orgulloso---ahora esposo—y sus tres hijos.
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