Mi hija salvó mi vida y la vida de su hermano por nacer
Mi nombre es Stephanie Kennedy y soy de Newfoundland, Canadá. La semana en que mi esposo Dave y yo nos separamos, fue la misma semana en que me enteré de que estaba embarazada. Todo parecía derrumbarse a mi alrededor. Lo que pensé que era un compromiso para toda la vida, ahora parecía una pérdida de mi tiempo. Yo sabía que la salida fácil a mi caos era tener un aborto, pero no podía descargar mis sentimientos de desesperación, ansiedad e incertidumbre en un niño inocente. Ese bebé era tan mío como de Dave, y me necesitaba de la misma manera que nuestra hija de dos años. La única diferencia era su ubicación.
A sólo un mes de haber dejado al padre de mis hijos e irme a vivir con mi madre, en un cálido día de mayo, me senté en el sofá mientras mi hija estaba jugando felizmente con sus juguetes y una ola de emociones me abrumó, a pesar de que este día no era ni peor ni mejor que el día anterior. Estaba impresionada por mi hija y por lo resiliente que era ante este enorme cambio en nuestras vidas y nunca olvidaré lo resiliente que ella realmente fue ese día.
Aunque ella jugaba como si nada estuviese pasando, se sentía como si un tornado hubiese arrasado con nuestras vidas. Quizás fue por la abrumante ironía de sentir el sol entrando por la ventana, gritando a la desesperanza dentro de mí, pero todo a mi alrededor me pareció un detonante. La vida que conocíamos había sido arrancada de raíz, y los constantes recuerdos de que nunca sería igual -incluyendo mi creciente vientre- exigían no ser ignorados más.
Me desplomé en el piso cerca de la vitrina de la cocina de mi mamá.
Las lágrimas rodaban por mis mejillas y mi cuerpo se tambaleaba como una hoja mientras sollozos fuertes y agudos escapaban de mi boca. Los pensamientos que fluían por mi cabeza aún me acosan al día de hoy. Mientras mi cuerpo temblaba, todo lo que podía pensar es, “Es todo, no puedo más, quizás mi hija estará mejor sin mí, sin mis fracasos, o tal vez, al menos, Dios pueda quitarme este bebé del vientre… ¿por favor, Dios? ¡Por favor, llévate este bebé lejos de mí!”.
Las lágrimas rodaban por mis mejillas y mi cuerpo se tambaleaba como una hoja mientras sollozos fuertes y agudos escapaban de mi boca. Los pensamientos que fluían por mi cabeza aún me acosan al día de hoy. Mientras mi cuerpo temblaba, todo lo que podía pensar es, “Es todo, no puedo más, quizás mi hija estará mejor sin mí, sin mis fracasos, o tal vez, al menos, Dios pueda quitarme este bebé del vientre… ¿por favor, Dios? ¡Por favor, llévate este bebé lejos de mí!”.
Esos pensamientos jamás habían penetrado en mi mente antes. Siendo Cristiana con fuertes convicciones hacia la vida, ni el aborto, ni el suicidio fueron nunca una opción para mí. Y sin embargo, aún sabiendo que yo nunca podría acabar con la vida de mi bebé, le oraba a Dios que Él lo hiciera. No estoy orgullosa de estos pensamientos, pero ese día en mayo, esa parecía la única solución.
Mi hija oyó mi llanto y con pasos torpes caminó a la cocina. Miré hacia arriba, y vi su pequeña e inocente carita viniendo hacia mí. Sus regordetes brazos y sus pies. Sus regordetas mejillas; todo de ella. Mientras la miraba a través de ojos llorosos, su cara se transformó de una sonrisa en una mueca triste. Cuando llegó a mi lado, se hincó junto a mí. Su pequeña mano tocó la mía tan sinceramente que le dio vida a mi cansado corazón. Me preguntó con su voz diminuta, “¿Qué pasa mamá?”
¿Qué le dices a una nena de dos años cuando ya no tienes más ganas de vivir? Sólo me senté ahí, lentamente tratando de calmarme, y no estaba preparada para su siguiente movimiento.
Ella llevó sus menudos brazos alrededor de mi cuello y me dio el abrazo y la conversación más importante que un pequeño de dos años me pudo haber dado: “Todo está bien, mamá”.
¿Cómo pudieron esos pequeños brazos y esas pequeñas palabras crear un impacto tan fuerte en mi vida? Independientemente de cómo, simplemente lo hicieron. Inmediatamente salí de mi desesperación y me enfoqué en ella, lo que también me hizo enfocarme en el otro pequeñín que estaba creciendo dentro de mí. En ese momento sollocé, pero por una razón completamente diferente. Agradecimiento. Le agradecí a Dios por el increíble milagro en mi vida, y el increíble milagro dentro de mí. Era la primera vez, desde que supe que estaba embarazada, que estaba emocionada por ello. Abracé a mi hija, más fuerte que nunca, y le aseguré que de hecho todo estaba bien. Y por primera vez, desde que dejé a mi esposo, yo lo creía.
Este día es uno que jamás podré olvidar. Está por siempre grabado en mi corazón, como el día en que mi pequeña hija me recordó lo que más importa: ser la mejor mamá que pueda ser, y dejar a Dios ayudarme en los momentos en que yo sola no puedo. La maternidad, un rol que Dios perfeccionó a través de la mujer, salvó mi vida y salvó la vida de mi bebé.
Ese pequeño niño, cuya vida me asustaba tanto al principio, se convirtió en el rayo de sol que mi pequeña hija y yo necesitábamos en el período de crisis. Le agradecemos a Dios por él, y yo le agradezco a Dios por mi pequeña hija, también. La maternidad no es glamourosa, ni fácil, pero es sin duda mágica, milagrosa y justamente lo que yo necesitaba.
Este rol, me colocó en una posición en la que las necesidades de mis hijos estaban siempre por encima de las mías, incluyendo el desarrollar eventualmente una relación constructiva con su padre, mi ex esposo.
Eventualmente él inició una relación con otra mujer, y al principio, eso no me hacía feliz. Pero Dios me recordó de aquel día en la cocina de mi mamá. Me recordó que Él puede transformar la lluvia en rayos de sol. Así que elegí amar.
El amor es el poder más grande en este mundo; Jesús lo demostró que cuando murió por nosotros. Y nosotros debíamos amarnos también, y cuando lo hicimos, fue el mejor regalo que les pudimos dar a nuestros hijos. Mi ex esposo se casó con esa mujer, y tiene dos hijos adoptivos -y yo los amo profundamente. Salimos de viaje y vacaciones juntos y nos turnamos para pasar tiempo con los niños.
Cuando supe que mis hijos crecerían en un hogar dividido, como yo, me comprometí a que ellos no sintieran la melancolía que yo sentí -que ellos no tendrían un hogar “roto”, sino un hogar diferente, un hogar de devoción, un hogar amoroso. Entre mi ex esposo, su esposa y yo, lo hemos creado. En nuestra familia tenemos armonía, aceptación, comprensión, amistad, amor, y lo más importante, a Dios. Sin dios, nada de esto habría sido posible. Dios me sostuvo a través de esta dificultad en nuestras vidas, y Él acomodó las cosas para nuestro bien. Él estuvo con nosotros cada paso del camino, incluso cuando yo dudé de Él, y me recordó su amor cada día en los rostros de mis hijos. Hace seis años, abracé la vida. Con la vida siempre viene la esperanza en un mejor futuro. Siempre HAY un futuro.
A las mujeres que se han encontrado en situaciones similares les digo, que experimentarán muchas emociones y muchos pensamientos pasarán por su mente. No sean duras con ustedes mismas; después de todo, son humanas -y también lo es su bebé. Continúen avanzando hacia adelante, hacia la vida.No puedo decirles como serán las cosas, pero todo eventualmente se acomodará.
traducido para Ana Correa por Defensores De La Vida
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